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jueves, 17 de junio de 2010

Carta a María

Nos la manda Arturo Pérez Reverte a través de la Presidenta de nuestra AMPA Carmen González García.
¡Buen comienzo de lectura para el verano!


Patente de corso, por Arturo Pérez-Reverte



Tienes catorce años y preguntas cosas para las que no tengo respuesta. Entre otras razones, porque nunca hay respuestas para todo. Y además, he pasado la vida echando la pota mientras oía a demasiados apóstoles de vía estrecha, visionarios y sinvergüenzas que decían tener la verdad sentada en el hombro. Yo sólo puedo escribirte que no hay varitas mágicas, ni ábrete sésamos. Esos son cuentos chinos. De lo que sí estoy seguro es de que no hay mejor vacuna que el conocimiento. Me refiero a la cultura, en el sentido amplio y generoso del término: no soluciona casi nada, pero ayuda a comprender, a asumir, sin caer en el embrutecimiento, o en la resignación. Con ello quiero sugerirte que leas, que viajes, y que mires. Fíjate bien. Eres el último eslabón de una cadena maravillosa que tiene diez mil años de historia; de una cultura originalmente mediterránea que arranca de la Biblia, Egipto y la Grecia clásica, que luego se hace romana y fertiliza al occidente que hoy llamamos Europa. Una cultura que se mezcla con otras a medida que se extiende, que se impregna de Islam hasta florecer en la latinidad cristiana medieval y el Renacimiento, y luego viaja a América en naves españolas para retornar enriquecida por ese nuevo y vigoroso mestizaje, antes de volverse Ilustración, o fiesta de las ideas, y ochocentismo de revoluciones y esperanzas. O sea, que no naciste ayer.

Para conocerte, para comprender, lee al menos lo básico. Estudia la Mitología, y también a Homero, y a Virgilio, y las historias del mundo antiguo que sentó las bases políticas e intelectuales de éste. Conoce al menos el alfabeto griego y un vocabulario básico. Estudia latín si puedes, aunque sólo sea un año o dos, para tener la base, la madre, del universo en que te mueves. Da igual que te gusten las ciencias: ten presente -como siempre recuerda Pepe Perona, mi amigo el maestro de Gramática-, que Newton escribió en latín sus Principia Matemática, y que hasta Descartes toda la ciencia europea se escribió en esa lengua. Debes hablar inglés y francés por lo menos, chapurrear un poco de italiano, y que el estudio del gallego, del euskera, del catalán, que tal vez sean tus hermosas y necesarias lenguas maternas, no te impida nunca dominar a la perfección ese eficaz y bellísimo instrumento al que aquí llamanos castellano y en todo el mundo, América incluida, conocen como español.

Para ello, lee como mínimo a Quevedo y a Cervantes, échale un vistazo al teatro y la poesía del siglo de Oro, conoce a Moratín, que era madrileño, a Galdós, que era canario, a Valle-Inclán, que era gallego, a Pío Baroja, que era vasco. Rastrea sus textos y encontrarás etimologías, aportaciones de todas las lenguas españolas además de las clásicas y semíticas. Con algunos de ellos también aprenderás fácilmente Historia, y eso te llevará a Polibio, Herodoto, Suetonio, Tácito, Muntaner, Moncada, Bernal Díaz del Castillo, Gibbon, Menéndez Pidal, Elliot, Fernández Álvarez, Kamen y a tantos otros. Ponlos a todos en buena compañía con Dante, Shakespeare, Voltaire, Dickens, Stendhal, Dostoievski, Tolstoi, Melville, Mann. No olvides el Nuevo Testamento, y recuerda que en el principio fue la Biblia, y que toda la historia de la Filosofía no es, en cierto modo, sino notas a pie de página a las obras de Platón y Aristóteles.

Viaja, y hazlo con esos libros en la intención, en la memoria y en la mochila. Verás qué pocos fanatismos e ignorancias de pueblo y cabra de campanario sobreviven a una visita paciente a El Escorial, a una mañana en el museo del Prado, a un paseo por los barrios viejos de Sevilla, a una cerveza bajo el acueducto de Segovia. Llégate a la Costa de la Muerte y mira morir el sol como lo veían los antiguos celtas del Finis Terrae. Tapea en el casco viejo de San Sebastián mientras consideras la posibilidad de que parte del castellano pudo nacer del intento vasco por hablar latín. Observa desde las ruinas romanas de Tarragona el mar por el que vinieron las legiones y los dioses, intuye en Extremadura por qué sus hombres se fueron a conquistar América, sigue al Cid desde la catedral de Burgos a las murallas de Valencia, a los moriscos y sefardíes en su triste y dilatado exilio. En Granada, Córdoba, Melilla, convéncete de que el moro de la patera nunca será extranjero para ti. Y sitúa todo eso en un marco general, que también es tuyo, visitando el Coliseo de Roma, la catedral de Estrasburgo, Lisboa, el Vaticano, el monte San Michel. Tómate un café en Viena y en París, mira los museos de Londres, descubre una etimología almogávar en el bazar de Estambul o una palabra hispana en un restaurante de Nueva York, lee a Borges en la Recoleta de Buenos Aires, sube a las pirámides de Egipto y a las mejicanas de Teotihuacán. Si haces todo eso -o al menos sueñas con hacerlo-, conocerás la única patria que de verdad vale la pena.

682/19-11-2000

martes, 8 de junio de 2010

Libros contra el fracaso POR CATALINA LEÓN BENÍTEZ

Hace unos días me despedí de mis alumnos recordándoles que, en la Plaza Nueva de Sevilla, estaba instalada la Feria del Libro. Les pedí que guardaran un poco del dinero de fin de semana para comprarse un libro en la Feria. Un libro, el que fuera, alguno que les hubiera recomendado un amigo, o que aparezca en nuestro blog de biblioteca o en los expositores de novedades del instituto. Mis alumnos son muchachos normales, algunos estudiosos y otros menos; algunos con expectativas de futuro y otros resignados ante lo que puede venir. Pero todos ellos conservan intacto el asombro de la adolescencia, esa interrogación constante ante las cosas, que les hace enfurruñarse y preguntarse mil veces por qué, por qué, por qué…
Algunos de estos niños no recordarían mi recomendación; otros la ignorarían y la juzgarían como inocente, pero, seguramente, varios de ellos pasearían por la Feria, removerían los libros en las casetas y, al menos así lo espero, hallarían algo que va a cambiarles la vida. Porque después de leer un libro, la vida nunca vuelve a ser la misma.
El presidente de la Junta de Andalucía ha presentado ante un multitudinario y, en algún caso, sorprendido auditorio, nada menos que ochenta medidas para mejorar la educación en Andalucía. La búsqueda de la panacea que arregle la educación está, sin lugar a dudas, entre los objetivos más pensados, programados y estudiados últimamente entre la clase política. Entre esas ochenta medidas están las que se refieren a la lectura. Porque, después de mucho indagar en las sesudas mentes de quienes elucubran acerca del éxito en la escuela, hemos vuelto la mirada a lo más sencillo, a lo que estaba más cerca aunque no notábamos su presencia: el humilde libro, el gran tesoro del libro que, en manos de un niño, adquiere todo el significado de una oportunidad única de aprender y de soñar.
Los niños de mi calle manejaban pocos libros. Solamente los había en algunas casas. Otras, no necesariamente las menos pudientes, ocupaban las estanterías de sus salones con figuritas de porcelana, con vajillas y vasos de cristal. Tener libros no era, en absoluto, una cuestión de dinero, sino de esperanza en el futuro. Por eso, en mi casa había una sola vajilla y muchos libros, que estaban por todas partes, de forma que ya casi no cabían en ningún sitio. Pero ningún libro se tiró nunca, sino que todos formaron parte de nuestra infancia y nuestra juventud, sin que hayamos podido desprendernos nunca de su calor. Esa fue nuestra patria, ésa nuestra esperanza, la misma que compartimos con tanta gente, la que todos entendemos sin necesidad de haber nacido en el mismo país o de hablar la misma lengua.
Durante los últimos años, la escuela ha sido, paradójicamente, un lugar del saber en el que la lectura no tenía espacio propio. Tanto es así y tan evidente resulta que ha habido que legislar horas específicas de lectura porque, de lo contrario, los momentos para leer no tenían cabida en el tiempo escolar. Aunque parezca mentira y una contradicción en sí misma, era y es posible terminar los estudios, aprobar y, en consecuencia, obtener un título, sin haber leído más libros que los de texto (y éstos, tampoco enteros, solamente la parte «que entra en el examen»). La lectura con mayúsculas, la gran lectura, la que abre delante de nuestros ojos el corazón de otros hombres, la lectura que se nos queda dentro para siempre, ha estado fuera de la escuela, se ha manifestado a escondidas en sólo unos pocos elegidos, gente que, sin saber por qué ni cómo, han sido tocados por la varita mágica de la necesidad de leer.
Las medidas para fomentar la lectura ponen sobre la mesa lo que no estamos haciendo. Y también expresan la gran evidencia: los alumnos podrán aprobar u obtener un título, pero el verdadero aprendizaje es imposible sin los instrumentos que el lenguaje proporciona. Y la lectura es el crisol en el que todos esos instrumentos se ponen en acción para producir, a la vez, conocimiento, emoción, belleza, fortaleza. El libro nos enseña, no únicamente conceptos o ideas, sino también experiencias, sentimientos, vivencias, reflexiones. El libro nos ayuda en los momentos de desesperación, cuando creemos que estamos solos (o, mejor, cuando somos conscientes de que la soledad es nuestra esencia) y cuando nos inunda el desamor, la añoranza o la impotencia.
¿Cómo privar a nuestros alumnos del placer de leer? ¿Por qué no conducirlos con la mayor firmeza por ese camino que les llevará a entender el sabor de las palabras, a situarlas en su punto justo, en ese espacio único que las convierte en efímeras al mismo tiempo que en eternas? ¿Cómo lograr que nuestras aulas, nuestras bibliotecas, nuestros departamentos, sean espacios abiertos a los libros, todos los libros?
Hay quien piensa que no es preciso fomentar la lectura entre los niños y jóvenes. Hay quien piensa que la lectura es una elección personal en la que no caben interferencias. Pero yo creo que se equivocan. Porque, de ser así, estamos condenando al vacío que genera la ausencia de palabras a todos aquellos que, por falta de tradición familiar, por genética o por sabe Dios qué circunstancia, no han nacido o no se han hecho lectores.
Creo que la familia es el primer espacio de cultivo de la lectura en los niños. Pero creo también que la escuela debe tener en los libros su principal recurso, su principal aliado, su fuente del saber y del sentir. Libros para todos los niños, no únicamente para aquellos que tienen la suerte de tener un acogedor ambiente familiar plagado de lecturas. Libros en la escuela para todos. No solamente en la clase de Lengua, sino en todas las materias porque, para todas ellas, la palabra es el instrumento esencial de comunicación y porque una palabra vale más que mil imágenes.

Catalina León es directora del IES Néstor Almendros
Artículo publicado en el ABC digital